Aquel parecía un día cualquiera. Apenas había terminado mis primeras labores matutinas cuando de pronto la televisión mostraba imágenes de una de las torres del World Trade Center ardiendo sin motivo aparente. De inmediato, todos los presentes fuimos a la pantalla. Un avión se había estrellado minutos antes contra el edificio, lo que suponía una tragedia que ocuparía portada de todos los medios.
De pronto, observando las imágenes, tengo una extraña sensación: parecía que un poco más abajo en la toma otro avión se estrellaba contra la otra torre. Debo confesar que entré casi en pánico y me puse frenético repitiendo "otro avión!", ante la mirada confusa de mis compañeros. Menos de un minuto después, el narrador de CNN confirmaba que efectivamente otra aeronave había impactado a la gemela que ardía. Todos quedamos en silencio un instante ante la certeza de que ya no era un simple accidente.
Las horas pasaron y con ellas, la angustia en saber el destino de las torres se volvía el plato principal. Recuerdo haber avisado a unas cuantas personas, sinceramente no recuerdo cuantas.
Avanzada la mañana ya todo el mundo tenía los ojos puestos en Nueva York, aunque imágenes del Pentágono e informaciones de Pensilvania nutrían el horror al mayor ataque terrorista, y lo peor, el más mediatizado.
A partir del momento en que se desplomó la primera torre, el mundo cambió. Todos sentimos como se nos cacheteaba en nuestra cara lo vulnerable que podemos ser.
No escribo esto para juzgar a ningún bando u opinar qué debió o no pasar.
Sólo puedo decir que ese día aprendí lo importante que es tener en orden los sentimientos y lo recuerdo por una llamada de una de las más de 100 personas que volaban en el vuelo de Pensilvania y que en medio de la angustia tuvo un pequeño instante para llamar a su casa y dejar un corto mensaje en la contestadora automática: "Sólo llame para decirte cuánto te amo".
lunes, septiembre 11, 2006
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